DIARIO EDUCAR 1 por Constantino Carvallo Rey (*)
17.08.2011 10:53
Aunque a todos parece resultarles claro la necesidad de incluir al deporte en el quehacer escolar, los motivos no me parecen claros y pienso que esconden una equivocación esencial. Mi opinión es que el deporte nada tiene que ver con el cuerpo. Unir la actividad deportiva con el desarrollo físico es una confusión grave que ha traído como consecuencia su desvalorización en las escuelas y su confinamiento al área prescindible de los departamentos de Educación Física. Discrepo absolutamente. El deporte no trata con la carne sino con el espíritu, no apunta al músculo sino a la fibra moral. Si se desconoce esto se equivocan los caminos y no llegamos, mediante el deporte, al alma infantil.
Los entrenadores suelen creer que su oficio como educadores es el físico y se dedican a mejorar la técnica o la capacidad cardiovascular de los alumnos. Los entrenan y les exigen perfomances, ganar, competir, mostrar la destreza aprendida. Si es necesario a gritos. Por eso no hay sitio para el que no tiene la habilidad motriz, para el descoordinado, el bajo o el muy comido. Tampoco para el desobediente, el difícil, el díscolo. Su obligación no es la formación moral sino la técnica de un pie o del antebrazo. Y por eso descuidan el trabajo verdadero, aquél que se construye, a veces para siempre, en el corazón de cada niño. Un corazón que nada sabe de diástoles o sístoles pero que será también la bomba que impulsará fortaleza o debilidad a la vida moral futura de ese alumno.
Hay que hacer la diferencia. La educación física por un lado, el deporte por el otro. Hay que mantenerlos bien lejos uno del otro. Porque la educación física puede desarrollar la velocidad, la coordinación o la potencia. El deporte, en cambio, educa la virtud, el carácter, la moralidad.
La moralidad es ley y es, también, vigor. Ley significa control, vigor es resistencia. Tener moral es ser capaz de crear y obedecer la ley, someterse voluntariamente a un orden que nos hace verdaderamente libres. Una ley que no es sólo el reglamento del deporte sino la orden que nos damos para controlar la ira o la rabia, el control que tenemos sobre nosotros mismos y que nos permite mantener siempre la atención y la concentración.
Tener resistencia es enfrentar la adversidad sin caer en la desesperanza o la negatividad. La moral es también una fuerza que impide que decaigamos en la lucha aunque nada permite ya suponer el triunfo. La palabra virtud significa eso: fuerza. Así el deporte nos enseña, como difícilmente puede hacerlo el salón de clases, a creer, a tener confianza en los recursos propios, una confianza que, a esa edad, se relaciona directamente con la tolerancia que muestran quienes deben corregirnos el error.
Además el deportista auténtico ama el obstáculo que lo separa del triunfo. El ciclista sabe que la montaña es lo que le permite alcanzar su fin. Sin rival el futbolista no tiene siquiera la posibilidad de actuar. El adversario no es el enemigo sino la condición necesaria para el juego. ¿Quiere el basquetbolista que le bajen la canasta, que le faciliten el camino hacia los dos puntos? ¿Busca el boxeador al rival fácil, al menor ranqueado, al que anticipa que sin agitarse va a noquear? ¿Aspira el remero a seguir en la posa controlada? No. El buen deportista quiere la montaña más alta, la mejor ola, el reto mayor que confirme o niegue la propia capacidad. Y no quiere nada más. Quienes practican deporte con otra finalidad, ganar dinero, bajar de peso o lo que fuere, pierden la naturaleza misma del deporte: ser un fin en sí mismo, es, como escribiría Kant, una finalidad sin fin. Un extraterrestre que bajara una noche de lunes al patio del colegio no entendería el desgaste y la lucha que se ve en esos exalumnos y alumnos que vienen ardorosamente a jugar. ¿Qué ganan? ¿Cuál es la finalidad de ese fragor? Ingresan a esa zona extraña, a mitad de camino entre la realidad y la ficción, entre la verdad y la mentira, que es el juego. La imaginación hace que la pelota, un objeto, con materia, con peso y textura, se espiritualice y se convierta en un bien codiciado, que todos buscan y llevar ese símbolo, ya no un objeto, a la meta proporciona la gran satisfacción. Como lo hace llegar a la meta o escuchar el silbato final cuando se tiene el score a favor.
No hay derrota si la competencia no es con el rival. Se intenta ser mejor, medirse, probar el ser y la capacidad. El rival es un pretexto, una ocasión, un modo de conseguir el autoconocimiento y la mejora personal. No es fácil de comprender esto, y de vivirlo, cuando se es niño por lo que a veces no es bueno competir si no se está bien guiado. Puede aprenderse que el rival es el objetivo a vencer y no uno mismo y que la derrota existe y es un rostro que siempre habla mal de lo que en verdad somos. Puede sentir el niño que decepciona, que no logra lo que esperan de él, que debiera ser mejor, distinto, otro. Puede desmoralizarse y entonces el deporte ha logrado el fin educativo inverso: la fragilidad de la moral.
Cuando veo entonces a niños compitiendo me preocupa sólo el fin moral. ¿Les gana el miedo, la inseguridad, la necesidad equivocada de ganar? ¿Ven en el rival al enemigo, al rostro inoportuno de la agresividad? ¿El temor los hace perder la moral, el brío, el coraje? ¿ Y pierden también la sociedad, se desunen, buscan en el otro una explicación para el inaceptable fracaso? ¿O quizá, más bien, se controlan, mandan sobre sí mismos y hacen a un lado los fantasmas para seguir viendo la competencia como un juego en el que si se apuesta todo se gana aunque se pierda? Y ¿cómo reciben la mirada de su entrenador, de su maestro? ¿Ven en él el rostro que los niega porque no alcanzar a ser como se debe? ¿Y el entrenador o entrenadora? ¿Maneja el delicado equilibrio que significa esa competencia? ¿Posee el tino? ¿Qué les transmite y cómo lo hace?
Algunos eventos motivan esta reflexión. Los chicos del fútbol regresando tras una derrota. Caras antipáticas. No de tristeza o frustración, como es aceptable, sino de rencor y negatividad. Todos fastidiados, el adulto y los muchachos, una atmósfera de decepción mutua, sin fraternidad. Comentarios ácidos que caen sobre la vida colectiva. Repartición de culpas que no tienen tiempo para la piedad: el arquero, el planteamiento, los expulsados, cualquier cosa. Y lo que es más grave: desunión racial, el deporte como pretexto para la guerra. Qué pena.
Los más chicos, también del fútbol, maldiciendo porque iban ganando 3-0 y al final terminaron con un triunfo 3-2. El fastidio es contra quienes ingresaron en el segundo tiempo he hicieron peligrar la victoria. Ellos quisieran jugar sólo los once buenos, los capaces y que el resto mire desde la banca sin oportunidad de jugar. Nace una argolla, falta la comprensión del sentido del deporte.
También las chicas del voley. Pequeñitas, todas las sangres de verdad, enfrentando a un rival más grande bajo, monocromo, la mirada tremenda, para su edad, de todos sus compañeros y maestros. Dudan de sí mismas, dos puntos seguidos y la moral se pierde. Dos ganados y esa misma moral renace. Parece un péndulo sobre un abismo, siempre a punto de caer, y morir, o pasar al otro lado. Un nudo en la garganta. Pero ni una crítica entre ellas, se alientan, se perdonan y la suerte las ayuda. El deporte debiera afirmar esa seguridad. No la de ser buenas voleybolistas, ( muchas no lo serán ni entrenando los domingos), sino la de ser personas con coraje y tenacidad. Con respeto por el compañero y otorgándole a la mirada ajena el justo valor. No temer tanto al ojo ajeno como para paralizarnos o fingir indiferencia, pero tampoco lo despreciamos como para no desear su aplauso, su reconocimiento. Bravo.
No hay sino mirar cómo llegan, cómo bajan del bus, con qué cara regresan al colegio tras la competencia. Da gusto, por ejemplo, los chicos del básket. Canasteados, algo enojados quizá, pero contentos. Hicieron el máximo esfuerzo, lo demás ya no les corresponde. Han cumplido consigo mismos y con nosotros. Y están también los héroes del remo. Levantándose a horas que ni hubiera imaginado que existen. Maltratados, ojerosos, durmiendo de día, haciendo tareas por la noche. Allí están con su entusiasmo. Provoca traer el mar a la calle Cajamarca. No se quejan y encima ganan, ¿qué más pedir? Así debiera ser el deporte. Una ocasión para mostrar las virtudes que nos hacen humanos: la tenacidad, la solidaridad, el afán de honor y de respeto y, sobre todo, la amistad. Porque ¿qué gana el ciclista cuando llega a la cima o el remero cuando culmina la competencia y descansa en casa con su medalla de bronce? El deporte no paga, nos da como recompensa el dolor y la fatiga que trae al cuerpo la dura exigencia. Pero el espíritu se place: está el reconocimiento de quienes nos importan. Y sobre todo, en la soledad de la conciencia, está la voz propia que nos dice una verdad que sólo cada uno conoce: que fuimos generosos, que no dejamos nada por hacer y que, por ello, somos ahora los mismos pero mejores. Y, gracias al deporte, seguiremos mejorando.
(*) Maestro peruano fundador del colegio alternativo "LOS REYES ROJOS", Palmas Magisteriales en grado de "AMAUTA", miembro del CONCEJO NACIONAL DE EDUCACIÓN. Fallecido en 2008.